sábado, 20 de abril de 2013

Presentación del Concurso de relato corto Isaac de Vega

Como autor del relato que obtuvo el primer accesit improvisé un pequeño discurso, Recuerdo que dije que había obtenido una medalla de chocolate, como en las Olimpíadas, ni oro, ni plata, ni bronce. En este caso sin premio en metálico. A la noche me llegó un correo de Alejandro Reneses, también medalla de chocolate, comentando el tema.


Nos cerraron la carpa y tuve que firmar los ejemplares del libro sobre un cubo de basura. Poco glamour.

Va el relato


A don Pancho Rodríguez, socio de la Sala de Armas del Jockey Club, in memoriam…

 El día que iba a morir, Palemón González se levantó como todas las mañanas a por su rutina diaria. Llovía. Dudó entre bajar o no. Si al menos hubiera podido escuchar los cierres… pero la noche anterior la maldita radio se había quedado sin pilas.

Buscó al gato, le puso un plato de leche y le miró fijo a los ojos -¿Bajamos?- El gato le mantuvo la vista y él lo interpretó como un sí. Aquel gato no podía ni necesitaba hablar, habían llegado a entenderse con la mirada. Calentó un café, se vistió con lo primero que encontró y salió a la calle.

Volvía del kiosco de la esquina, el periódico salmón protegido bajo el sobaco izquierdo, caminando con la mirada fija en el suelo, cuidándose de esquivar los charcos, cuando le intuyó. Venía detrás de él. Apuró el paso, pero fue inútil. Atento como estaba a su huída, no vio el camión que, circulando calle abajo, al doblar la esquina hacía un trompo al resbalar sobre el pavimento húmedo. En ese mismo instante lo tenía a su lado. No había podido evitarlo. Tendría que subir con él. Se sintió angustiado. Hacía mucho tiempo que no vivía una situación igual…

Entre las muchas fobias que Palemón había desarrollado a lo largo de su vida, estaba su horror a compartir el ascensor. Vivía en un edificio de 8 plantas, con 32 vecinos y apenas recordaba la última vez que lo había hecho. Recurría a todo tipo de artimañas para evitarlo. Se dejaba entretener si sus vecinos estaban en el portal, o apuraba la marcha cuando les veía venir por la acera y con una agilidad sorprendente para su edad, se subía al habitáculo y les cerraba la puerta en la cara. ¡Compartir el ascensor! ¡Qué barbaridad! La sola idea de estar con un desconocido encerrado en aquella cápsula agobiante le aterraba. Cierto que razonablemente se decía que no eran desconocidos. Sabía por ejemplo que su compañero eventual era el del 4º y seguramente que él también le reconocía como el vecino del 8º (Ese viejo medio loco que vive arriba, oyó decir alguna vez). Pero más allá de eso, del piso de cada uno, no encontraba tema de conversación. Entonces fijaba la mirada hacia el vacío para evitar cruzarla con la del otro y pasar así el mal trago.

Estas artimañas le habían dado resultado durante muchos años, pero ahora había fallado. El otro le había alcanzado y ahí estaban, subiendo juntos. “Pondré la mirada fija”, se dijo…

De pronto sintió que el tiempo se detenía y le ganó la oscuridad. “No se mueve,” se alarmó, “Es lo único que me faltaba”. En ese momento una voz pequeña rasgó el silencio… No se preocupe señor, tengo una linterna... La luz se hizo de nuevo y un farol de gas, como de campamento, apareció colgado del techo. No le había mirado, pero ahora lo hizo con curiosidad. Era un chico de aspecto vivaracho, un Boy Scout. Aquel uniforme le recordó su niñez.

Esta situación era nueva. Con el ascensor detenido concluyó que lo suyo sería conversar, pero como no estaba entrenado, no sabía cómo empezar… ¿Cuántos años tienes?… (La pregunta era infantil, pero fue la primera que se le ocurrió)… diez… contestó el niño. El pasaba holgadamente los setenta. Era de contextura fuerte y estaba bien conservado, aunque quizá a esa hora, con zapatillas de entre casa, vestido con un pantalón y una camiseta vieja, apenas peinado y mal afeitado, podría parecer mayor… Pues ya ves, yo te doblo la edad… bromeó… tengo veinte… El niño le miró incrédulo… ¡Ande!… exclamó con picardía… ¡Si usted debe tener como treinta!... Lanzó una carcajada. Hacía años que no reía. Aquella carcajada le llegó de afuera, como si no fuera suya, estaba realmente divertido… ¡Claro!… le dijo… A tu edad treinta años parecen una eternidad. No te preocupes, a mí entonces me pasaba lo mismo.

En ese punto el niño dio por terminada la conversación. Se sentó en el piso, abrió la mochila, sacó unos autitos de lata y poniéndolos sobre una pista de cartón organizó una carrera entre ellos ¡Estaba jugando! Aquello le molestó. No sabía cuánto duraría la detención. En realidad había perdido la percepción del tiempo y no veía que la situación fuera a mejorar. Estaba de pie y le dolía todo el cuerpo. Como si le hubieran dado un golpe.

Mientras tanto, ajeno a él, el niño seguía con su maldito juego. “Esto me pasa por compartir el ascensor”, se dijo enfadado, “La próxima vez caminaré más rápido”.

Le pateó suavemente la pierna tratando de llamar su atención… ¿No tienes hambre? - No, pero guardo en la mochila un bocadillo que me preparó mi madre ¿lo quiere?... El recordó los de su infancia y se le ensombreció la cara.… No, gracias… musitó con tristeza… yo tampoco tengo hambre.

Sentía el cuerpo pegajoso y el pecho oprimido. Por momentos se asfixiaba. Pensó que sería a causa del encierro. De pronto tomó conciencia de su soledad. Estaba muy asustado. Ahora, curiosamente, era él el que quería conversar. Necesitaba a aquel niño… ¿No tienes miedo?... (No sabía si se lo preguntaba para compartir el suyo o para retomar el diálogo). El niño abandonó entonces su juego por un instante para contestar con seguridad… No. Cuando mi padre vuelva del Club, vendrá a sacarme.

Aquella respuesta le quebró. El ya no tenía padre, en realidad no tenía a nadie que lo pudiera sacar de allí ni de ningún otro lado. Por tener, no tenía nada. Alguna vez se creyó amado. Pero eso ya lo había olvidado. La vida lo había ido restando hasta dejarlo solo. Su única compañía era el gato, (“es curioso”, se dijo, “ni siquiera le he puesto nombre”). Un enorme gato negro que encontró una mañana en el rellano de su ventana y amortiguaba su soledad. Vivía en el piso que un amigo le había prestado y que a su muerte nadie reclamó, con una pensión miserable y unos pocos ahorros invertidos en la Bolsa. Abrumado, se derrumbó en el suelo y se refugió en la lectura de su periódico salmón.

En realidad la bolsa era lo único que le atraía, era su “divertimento”, lo que le hacía sentir vivo. El, que no se interesaba ya por nada, madrugaba todos los días para bajar a comprar el periódico y ver las cotizaciones, a las que repasaba con ansiedad una y otra vez haciendo gráficos y cuadros para orientar sus inversiones. No es por lo que ganaba, ya que sus ahorros eran pocos. Pero en una vida quieta, vacía, carente de todo aliciente, de la que ya nada esperaba, había descubierto que los valores bajaban y subían, que por fin algo se movía a su alrededor y que él podía predecir esos movimientos y vivir la emoción del acierto y tener algo que esperar cada mañana, aunque mas no fuera a leer el periódico para saber el rumbo de sus inversiones. Todo esto le mantenía ocupado y le ayudaba a sobrellevar sus días.

Al tenerlo a su altura, el niño abandonó su juego. Por primera vez parecía interesado en él… ¿Qué lees?... esta vez le tuteó… La cotización de las acciones. Me gusta la Bolsa ¿A ti no?... El niño le miró fijamente a los ojos… No se…No entiendo… Eso es cosa de mayores… y agregó luego con un guiño cómplice… Pero supongo que cuando sea como tú, también me gustará… Después de eso se acurrucó en sus rodillas y se quedó dormido. Una luz, tenue al principio, fue creciendo hasta hacerse deslumbrante y contenerlos a ambos. En ese instante descubrió que aquel niño había estado desde siempre en él, aunque su corazón, encallecido por el paso de los años, le había robado su compañía. Que el ascensor no se había detenido, sino que habían estado ascendiendo juntos desde el momento mismo en que le sintió a su lado. Que el problema no era el compartir el ascensor, sino él mismo, que había ido creando a su alrededor aquella cápsula agobiante a la que ahora el golpe había hecho añicos.

De pronto la angustia se desvaneció y se sintió libre como nunca antes lo había estado. Se vio a sí mismo suspendido en el aire. Más abajo había un cuerpo destrozado, como esos juguetes de lata de la infancia que al caer estallaban soltando por el piso sus tornillos y resortes. Se reconoció en aquel amasijo de carne porque a su lado, acurrucado, intacto, permanecía el niño. Un poco más allá estaba el camión incrustado contra un árbol, en una de cuyas ramas, encaramado, el gato, su compañero de soledad, le miraba con los ojos teñidos de espanto.

Un charco de sangre vertía su vida sobre el asfalto húmedo mientras un grupo de gente formaba rápidamente un círculo en derredor de ambos. Creyó oír entre el murmullo a alguien que exclamaba… ¡Está muerto!… Pero tampoco estaba seguro de que fuera eso lo que había oído… trató de oír algo más, pero aquel fue el último sonido… Después la luz se disolvió y el silencio se fue haciendo más y más intenso…

miércoles, 17 de abril de 2013

Bienvenidos a mi blog

Hola, amigos: Por sugerencia de mi sobrina Valeria he abierto este  blog para así poder martirizarlos con mis ocurrencias, ponencias y poemas, no sólo de viva voz y a través de FB, si no también por  medio de éstas páginas más imperecederas.
De momento eso es todo, ya se me irá ocurriendo algo.